domingo, 23 de octubre de 2016

Notas de destino



Pilar salió de la facultad con las prisas que la persiguen a todas partes. Era miércoles y tenía clase de teatro. Bajó las escaleras corriendo para llegar justo al autobús de las seis. Hacía poco tiempo que vivía en la ciudad y que se desplazaba con transporte público en lugar de utilizar su coche. Todavía no había adquirido la suficiente agilidad para manejarse en aquellos vehículos colectivos. Sus pies iban al compás del imparable ritmo frenético de su mente, intentando alcanzar todas las tareas pendientes y acumuladas a lo largo de su vida. En ese vaivén, se dio de frente contra alguien y los papeles, ya algo desordenados que tenía en su carpeta, saltaron por el aire junto con los de aquel chico de nombre desconocido y ojos enigmáticos. Intentaron rescatar cada uno los suyos buscando la manera de poder apartar la mirada el uno del otro mientras sus manos se entrecruzaban invadiendo el espacio ajeno. Consiguieron balbucear un simple lo siento y continuaron cada cual su camino. Aprovechando el tiempo que le regalaba el trayecto decidió ordenar sus apuntes. La clase de hoy había sido muy interesante y le había dejado una lista de reflexiones en las que pensar. Abrió su dossier y lo primero que vio fue una hoja cuyas letras no eran suyas, pero le resultaban familiares. No recordaba que nadie le hubiese pasado apuntes últimamente. Se puso a leer sobre Nietzsche y su teoría del eterno retorno. Inmediatamente una mirada se posó sobre su memoria. Este papel era del desconocido que ahora ya tenía nombre. Roberto. Al menos ese nombre es el que figuraba garabateado en una esquina. Tenía la sensación de que lo conocía. Su letra, su mirada, había algo que la vinculaba con él. Pero qué era. Tenía que averiguarlo. Volvería al lugar del encuentro fortuito, porque había sido fortuito, ¿o no? Había alguna pieza que no encajaba bien en esta historia. Llegó a clase de teatro y abandonó por un rato esos pensamientos. Esa noche estuvo más nerviosa de lo normal, no lograba concentrarse, así que decidió irse a dormir. Se despertó sobresaltada en mitad de la noche. Todavía penetraba la luz de la luna por su ventana. Miró el reloj. Las cuatro y cuarto. Tenía la sensación de haber estado durmiendo una semana entera. ¿Qué la despertó así? No recordaba qué estaba soñando, pero algo le decía que este estado le fue otorgado a raíz del incidente en el que ese papel invadió sus notas o quizá ya desde unos instantes antes cuando unos ojos invadieron su cuerpo. Que algo la invadió era lo único que tenía claro. Al día siguiente a la misma hora estaba allí. No lo vio. Fue todos los días durante las siguientes semanas a la hora indicada. Sus ojos lo buscaban por alguna aula de la facultad. Llegó a convertirse en una obsesión. Buscó las clases donde Nietzsche podría ser el protagonista. Preguntó a sus propios compañeros hasta que no tuvo más remedio que desistir y dejar que el propio destino le mostrara el camino. Ella ya no era dueña de sus propios pasos.

Roberto acudía a la parada del autobús cada día, unos minutos antes de las seis. Desde que un día se encontró con una desconocida que le dejó entre sus papeles una nota con unos apuntes sobre Nietzsche y sus ideas sobre el destino y un nombre garabateado en una esquina. Pilar. Desde entonces supo que el destino tenía sus propias reglas. Aun así, él acudía a su cita, día tras día, sin verla. Después de varias semanas, decidió dejar una nota firmada en la parada del autobús. Lo siguió haciendo cada día y se propuso hacerlo durante tantas vidas como fuese necesario hasta encontrarla.

Hoy no tengo ganas de conducir, así que decido ir a coger el autobús para ir a clase de teatro. De camino iré leyendo el guion para entrar en materia. Mientras espero me quedo mirando el cartel con los horarios y justo al lado veo una nota pegada. Siento curiosidad. Me acerco a leerla. Y dice así: “Pilar, vendré todos los días de todas mis vidas a buscarte. Roberto”. Son las seis menos cinco. Alguien está mirando la nota. Me dirijo a él:

-Roberto?-pregunté algo desconcertada
-Hola Pilar, qué haces por aquí?-me contestó Roberto con una expresión de extrañeza.
-Hoy he cambiado mi ruta. Sueles coger este autobús?-intenté con esta pregunta averiguar si podría ser el autor de la nota.
-No. Hoy he venido casualmente por aquí. Vas a clase?
-Sí-contesto a secas.
-Te apetece que vayamos caminando? Todavía hay tiempo.-sugiere Roberto.
-Sería estupendo.-digo aceptando ese paseo y dejando la nota olvidada en aquella estación.

Roberto saca a relucir a Nietzsche. Me gusta la filosofía, me gusta cuestionar todo aquello que nos deja todavía perplejos ante las teorías que apuntan a ese eterno retorno y al destino. Miro a Roberto. Noto algo en su mirada que no había visto hasta ahora. Saca un papel de su carpeta para mostrarme unos apuntes que ha tomado hoy en su clase de filosofía sobre la teoría del eterno retorno. Me ha parecido curioso que en una esquina esté su nombre garabateado. Yo hago lo mismo en mis apuntes. Mis notas  de hoy eran sobre el destino. Nietzsche asegura que viene a buscarnos a cada paso. Yo no lo tengo claro.


miércoles, 19 de octubre de 2016

La Noria



Parecía que estaba parada, que esa noria en la que había subido estaba reduciendo su velocidad para permitirme bajar, aunque fuera para coger un poco de aire y seguir rodando. En cambio, no me atrevía a dar el paso cuando la enorme rueda se posaba delicadamente en la zona de peaje y apenas pasaba ese instante de duda sin arriesgarme a salir, subía otra vez. Me acerqué tantas veces sin sacar un pie y ponerlo en tierra, que llegué a pensar que jamás lo conseguiría y seguiría volando eternamente. Hasta que un día alguien me empujó y caí. Desde el suelo vi como se alejaba la cesta que me balanceó durante tanto tiempo y sentí un ligero temor que me colocó un suave nudo en el estómago. Mis manos tocaban un asfalto duro, sólido, frío, algo áspero, poco amable. En cambio me invadía una agradable sensación de libertad que aligeraba el peso de mi cuerpo llegando a percibir como se desplazaba de ese soporte rugoso sobre el que choqué. Observé algunos rasguños dibujados sobre mi piel, marcas de algo que probablemente debía recordar en un futuro. Era libre para emprender otro camino, para subir a otra atracción en la feria de la vida, eso sí, con plena conciencia de que el billete tendría una duración concreta, y que entonces, justo en ese momento, podría cambiar la dirección, bajar del cómodo asiento que me pasea y tocar tierra firme. Ese momento no deja lugar a dudas, ahí debes bajar, sin esperar a que alguien te empuje, sin dar tantas oportunidades que lo único que consiguen es seguir empañando el cristal de las gafas y apenas te permiten distinguir la realidad.

Hoy la vida me ha regalado un retorno que debería haber iniciado yo misma hace tiempo. El final del billete en la noria ha caído sobre mí para abrirme los ojos, pero no esos, si no los otros, los que no se ven a simple vista, los que ven justo cuando esos se cierran y no buscan fuera lo que está dentro. Los que no culpan a nadie de la caída ni del tormento, de la entrada ni de la salida, de la subida ni de la bajada, sólo ven en ello un reflejo de sí mismos.

Y me encuentro frente a una puerta con un letrero, “La boca de la verdad”. Entro. Sin dudar. Dejo mi billete a la entrada. Accedo a una sala en penumbra, con una luz tenue alumbrando hacia el centro, donde se encuentra una gran piedra, redonda, con unos ojos que me miran, con una boca abierta desafiándome a introducir mi mano allí, en ese agujero oscuro que asegura tener en su interior la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, como si estuviese sentada en un banquillo sometida a un interrogatorio en el que, en lugar de responder, será el letrado el que me dará las respuestas a esas preguntas que torturan mi mente.

Introduzco mi mano, sin titubear. Espero hasta que escucho una voz que empieza a escupir palabras hasta dejarme completamente vacía. Palabras que van desagarrando pedazos de carne que estaban colgando en alguna parte de mi cuerpo. Flechas que me atraviesan, con significados obtenidos de unas letras engarzadas en esas puntas y lanzadas directas al centro de mí misma. Y una bala, llena de emociones retenidas tanto tiempo que se habían quedado podridas, que desprendían tanto olor, que no han conseguido el suficiente impulso para llegar a su destino con un disparo seco, y desinflándose, soltando todo ese hedor por el camino, la bala se ha detenido, ha quedado flotando, y finalmente, ha caído desplomada. Toda esa peste nauseabunda se ha ido evaporando, se ha difuminado con el aire y se ha disuelto en partículas tan diminutas que ya ni se pueden respirar.

Mi mano sigue allí dentro. La boca sigue descifrando a través de mis huellas, esas cicatrices que tengo en mi cuerpo, ya vacío, ya limpio, ya libre. La última exhalación fue una ligera brisa con olor a lavanda que me envolvió completamente, impulsándome a pasar a la siguiente prueba que la vida me tiene preparada. Un perfume me guía hacia la próxima estación. 

lunes, 10 de octubre de 2016

La imagen del horror

Sus ojos reflejaban el horror. Su imagen en el espejo no dejaba lugar a dudas. Estaba muerta. Retrocedió unos pasos, en una huida de sí misma, queriendo alejarse de ese momento y recuperar algunos trazos de su vida, pero había traspasado el fino hilo que la unía a ella. Quiso recuperarlo, como quien, con un gesto reflejo, rápidamente mueve el brazo para alcanzar ese objeto que tenía entre las manos y ahora flota en el vacío directo al suelo. Así se estrelló sin remedio en el vacío. Comenzó a flotar con una rapidez a contrarreloj que no le dejo más alternativa que continuar su vuelo contra el asfalto. Una vez allí su figura pasó a representar un dibujo en relieve, un cuerpo indefinido, roto, con líneas rojas de sangre que salían estampadas cual pincel que ha sacudido la pintura con rabia hacia el lienzo y deja salpicaduras por todos lados. Un golpe seco fue la herramienta que otorgó vida a ese cuadro, cuyo nombre se acercaba más a la muerte, en una contradicción común, de esas que suceden en cualquier disciplina que requiere una muerte para ver la vida, o del odio para amar, o de la alegría para llorar, o de la pasión para matar. Un cuadro sobre la muerte que anhelaba una pizca de vida, que sólo quería retroceder las manecillas del reloj un segundo antes de mirarse en ese espejo que le devolvió esa mirada llena de miedo y la hizo retroceder. No pudo definir qué la llevó a saltar el umbral de su ventana hacia ninguna parte, hacia lo desconocido, hasta conquistar el territorio más temido, la muerte. Solo recuerda el instante en que se miraba al espejo, llena de horror, y retrocedió unos pasos al verse sin vida, y se dejó llevar.



No son horas (E1)


No son horas. No creo que encuentres lo que viniste a buscar. El tiempo ha ido acomodando las cosas en su lugar y el reloj ha dado ya muchas vueltas, demasiadas. Los días de verano en la playa, los atardeceres que nos gustaba ver desde la terraza, los paseos cogidos de la mano y tantos otros momentos compartidos, se convirtieron en cenizas. Tuve que barrerlas y echarlas a la basura. Cada foto, cada carta, cada recuerdo, se transformaba en humaredas de polvo que se acumulaba por todas partes. Ya no podía ni respirar. El día que decidí sacudir toda la casa, abrí bien las ventanas y volaron tantas partículas como instantes almacenados en mi memoria. Entonces comprendí que no es el tiempo el que lo cura todo, es una decisión la que lo cambia todo, la que mueve las manecillas del reloj o las detiene hasta que los pulmones no pueden reciclar todo ese aire putrefacto y mueres por asfixia. Antes de que eso sucediera, conseguí movilizar el tiempo, formar paquetes con nuestra historia y hacerlos volar transformados en moléculas que, levemente, se elevaban y aprovechaban cualquier atisbo de viento para escapar de esas cuatro paredes donde la vida se les escabullía de las manos. No, no son horas, no encontrarás ningún objeto olvidado de aquel tiempo que nos unió, ni siquiera esa camisa que utilizaba para esperarte, sin ropa debajo, dejando entrever las líneas de mi cuerpo, y que tantas veces me quitaste, desabrochando uno por uno cada botón hasta que la urgencia superaba a la paciencia y hacías saltar los restantes por el aire y a mi sobre el sofá. Y los volvía a coser para que la próxima vez te armaras de entereza y volvieras a ejercitar la serenidad de verme a través de esas telas semitransparentes. Esa camisa que me dejaste para no irte del todo, que olvidaste en el armario cuando te fuiste dejando una nota en la nevera con un texto escueto y unos puntos suspensivos que querían decir adiós pero no se atrevían. Un texto que se me escurrió en los ojos, que se mezcló con tantas lágrimas que se convirtió en una masa pegajosa, ilegible, una bola de papel mojado que no servía para nada, ya ni siquiera podía absorber las pocas gotas ligeramente saladas que pretendían salir al exterior. No son horas de llamar al timbre y despertarme a un pasado que borré. No son horas de lamentarse, ni de justificaciones absurdas. No son horas de continuar la historia que abandonaste una mañana fría de invierno en la que los escalofríos no dejaron de acompañarme, confirmando tu ausencia. Era invierno, un invierno frío, el invierno más frío que nunca he vivido. La cobardía no te dejó esperar al desayuno y explicarme aquellos puntos suspendidos en tu boca, aquellos interrogantes que sabías que lanzaría en tu taza de café, aquellas esperanzas que no podías untar en las tostadas, aquel amor que ya no endulzaba la comida. No pudiste afrontar mi mirada y emprendiste la huida sigilosa en la madrugada de una noche fría, dejando un espacio vacío en la cama junto a mí. Un vacío helado. Una figura de hielo que finalmente se derritió un verano, cuando la saqué al jardín y el sol no pudo esquivarla. No son horas de volver, de remover, de hurgar, de levantar polvo otra vez. La casa ya está limpia, no queda ni rastro de lo que un día fue. No queda nada. No son horas de nada. No encontrarás nada aquí. No son horas.