lunes, 10 de octubre de 2016

No son horas (E1)


No son horas. No creo que encuentres lo que viniste a buscar. El tiempo ha ido acomodando las cosas en su lugar y el reloj ha dado ya muchas vueltas, demasiadas. Los días de verano en la playa, los atardeceres que nos gustaba ver desde la terraza, los paseos cogidos de la mano y tantos otros momentos compartidos, se convirtieron en cenizas. Tuve que barrerlas y echarlas a la basura. Cada foto, cada carta, cada recuerdo, se transformaba en humaredas de polvo que se acumulaba por todas partes. Ya no podía ni respirar. El día que decidí sacudir toda la casa, abrí bien las ventanas y volaron tantas partículas como instantes almacenados en mi memoria. Entonces comprendí que no es el tiempo el que lo cura todo, es una decisión la que lo cambia todo, la que mueve las manecillas del reloj o las detiene hasta que los pulmones no pueden reciclar todo ese aire putrefacto y mueres por asfixia. Antes de que eso sucediera, conseguí movilizar el tiempo, formar paquetes con nuestra historia y hacerlos volar transformados en moléculas que, levemente, se elevaban y aprovechaban cualquier atisbo de viento para escapar de esas cuatro paredes donde la vida se les escabullía de las manos. No, no son horas, no encontrarás ningún objeto olvidado de aquel tiempo que nos unió, ni siquiera esa camisa que utilizaba para esperarte, sin ropa debajo, dejando entrever las líneas de mi cuerpo, y que tantas veces me quitaste, desabrochando uno por uno cada botón hasta que la urgencia superaba a la paciencia y hacías saltar los restantes por el aire y a mi sobre el sofá. Y los volvía a coser para que la próxima vez te armaras de entereza y volvieras a ejercitar la serenidad de verme a través de esas telas semitransparentes. Esa camisa que me dejaste para no irte del todo, que olvidaste en el armario cuando te fuiste dejando una nota en la nevera con un texto escueto y unos puntos suspensivos que querían decir adiós pero no se atrevían. Un texto que se me escurrió en los ojos, que se mezcló con tantas lágrimas que se convirtió en una masa pegajosa, ilegible, una bola de papel mojado que no servía para nada, ya ni siquiera podía absorber las pocas gotas ligeramente saladas que pretendían salir al exterior. No son horas de llamar al timbre y despertarme a un pasado que borré. No son horas de lamentarse, ni de justificaciones absurdas. No son horas de continuar la historia que abandonaste una mañana fría de invierno en la que los escalofríos no dejaron de acompañarme, confirmando tu ausencia. Era invierno, un invierno frío, el invierno más frío que nunca he vivido. La cobardía no te dejó esperar al desayuno y explicarme aquellos puntos suspendidos en tu boca, aquellos interrogantes que sabías que lanzaría en tu taza de café, aquellas esperanzas que no podías untar en las tostadas, aquel amor que ya no endulzaba la comida. No pudiste afrontar mi mirada y emprendiste la huida sigilosa en la madrugada de una noche fría, dejando un espacio vacío en la cama junto a mí. Un vacío helado. Una figura de hielo que finalmente se derritió un verano, cuando la saqué al jardín y el sol no pudo esquivarla. No son horas de volver, de remover, de hurgar, de levantar polvo otra vez. La casa ya está limpia, no queda ni rastro de lo que un día fue. No queda nada. No son horas de nada. No encontrarás nada aquí. No son horas.

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