No
son horas. No creo que encuentres lo que viniste a buscar. El tiempo ha ido
acomodando las cosas en su lugar y el reloj ha dado ya muchas vueltas,
demasiadas. Los días de verano en la playa, los atardeceres que nos gustaba ver
desde la terraza, los paseos cogidos de la mano y tantos otros momentos
compartidos, se convirtieron en cenizas. Tuve que barrerlas y echarlas a la
basura. Cada foto, cada carta, cada recuerdo, se transformaba en humaredas de
polvo que se acumulaba por todas partes. Ya no podía ni respirar. El día que
decidí sacudir toda la casa, abrí bien las ventanas y volaron tantas partículas
como instantes almacenados en mi memoria. Entonces comprendí que no es el
tiempo el que lo cura todo, es una decisión la que lo cambia todo, la que mueve
las manecillas del reloj o las detiene hasta que los pulmones no pueden
reciclar todo ese aire putrefacto y mueres por asfixia. Antes de que eso
sucediera, conseguí movilizar el tiempo, formar paquetes con nuestra historia y
hacerlos volar transformados en moléculas que, levemente, se elevaban y
aprovechaban cualquier atisbo de viento para escapar de esas cuatro paredes donde
la vida se les escabullía de las manos. No, no son horas, no encontrarás ningún
objeto olvidado de aquel tiempo que nos unió, ni siquiera esa camisa que
utilizaba para esperarte, sin ropa debajo, dejando entrever las líneas de mi
cuerpo, y que tantas veces me quitaste, desabrochando uno por uno cada botón
hasta que la urgencia superaba a la paciencia y hacías saltar los restantes por
el aire y a mi sobre el sofá. Y los volvía a coser para que la próxima vez te
armaras de entereza y volvieras a ejercitar la serenidad de verme a través de
esas telas semitransparentes. Esa camisa que me dejaste para no irte del todo,
que olvidaste en el armario cuando te fuiste dejando una nota en la nevera con
un texto escueto y unos puntos suspensivos que querían decir adiós pero no se
atrevían. Un texto que se me escurrió en los ojos, que se mezcló con tantas
lágrimas que se convirtió en una masa pegajosa, ilegible, una bola de papel
mojado que no servía para nada, ya ni siquiera podía absorber las pocas gotas
ligeramente saladas que pretendían salir al exterior. No son horas de llamar al
timbre y despertarme a un pasado que borré. No son horas de lamentarse, ni de
justificaciones absurdas. No son horas de continuar la historia que abandonaste
una mañana fría de invierno en la que los escalofríos no dejaron de
acompañarme, confirmando tu ausencia. Era invierno, un invierno frío, el
invierno más frío que nunca he vivido. La cobardía no te dejó esperar al
desayuno y explicarme aquellos puntos suspendidos en tu boca, aquellos
interrogantes que sabías que lanzaría en tu taza de café, aquellas esperanzas
que no podías untar en las tostadas, aquel amor que ya no endulzaba la comida.
No pudiste afrontar mi mirada y emprendiste la huida sigilosa en la madrugada
de una noche fría, dejando un espacio vacío en la cama junto a mí. Un vacío
helado. Una figura de hielo que finalmente se derritió un verano, cuando la
saqué al jardín y el sol no pudo esquivarla. No son horas de volver, de remover,
de hurgar, de levantar polvo otra vez. La casa ya está limpia, no queda ni
rastro de lo que un día fue. No queda nada. No son horas de nada. No
encontrarás nada aquí. No son horas.
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