Parecía que estaba parada, que
esa noria en la que había subido estaba reduciendo su velocidad para permitirme
bajar, aunque fuera para coger un poco de aire y seguir rodando. En cambio, no
me atrevía a dar el paso cuando la enorme rueda se posaba delicadamente en la
zona de peaje y apenas pasaba ese instante de duda sin arriesgarme a salir, subía
otra vez. Me acerqué tantas veces sin sacar un pie y ponerlo en tierra, que
llegué a pensar que jamás lo conseguiría y seguiría volando eternamente. Hasta
que un día alguien me empujó y caí. Desde el suelo vi como se alejaba la cesta
que me balanceó durante tanto tiempo y sentí un ligero temor que me colocó un
suave nudo en el estómago. Mis manos tocaban un asfalto duro, sólido, frío,
algo áspero, poco amable. En cambio me invadía una agradable sensación de
libertad que aligeraba el peso de mi cuerpo llegando a percibir como se
desplazaba de ese soporte rugoso sobre el que choqué. Observé algunos rasguños
dibujados sobre mi piel, marcas de algo que probablemente debía recordar en un
futuro. Era libre para emprender otro camino, para subir a otra atracción en la
feria de la vida, eso sí, con plena conciencia de que el billete tendría una
duración concreta, y que entonces, justo en ese momento, podría cambiar la
dirección, bajar del cómodo asiento que me pasea y tocar tierra firme. Ese
momento no deja lugar a dudas, ahí debes bajar, sin esperar a que alguien te
empuje, sin dar tantas oportunidades que lo único que consiguen es seguir
empañando el cristal de las gafas y apenas te permiten distinguir la realidad.
Hoy la vida me ha regalado un
retorno que debería haber iniciado yo misma hace tiempo. El final del billete
en la noria ha caído sobre mí para abrirme los ojos, pero no esos, si no los
otros, los que no se ven a simple vista, los que ven justo cuando esos se
cierran y no buscan fuera lo que está dentro. Los que no culpan a nadie de la
caída ni del tormento, de la entrada ni de la salida, de la subida ni de la
bajada, sólo ven en ello un reflejo de sí mismos.
Y me encuentro frente a una
puerta con un letrero, “La boca de la verdad”. Entro. Sin dudar. Dejo mi
billete a la entrada. Accedo a una sala en penumbra, con una luz tenue
alumbrando hacia el centro, donde se encuentra una gran piedra, redonda, con
unos ojos que me miran, con una boca abierta desafiándome a introducir mi mano
allí, en ese agujero oscuro que asegura tener en su interior la verdad, toda la
verdad y nada más que la verdad, como si estuviese sentada en un banquillo
sometida a un interrogatorio en el que, en lugar de responder, será el letrado
el que me dará las respuestas a esas preguntas que torturan mi mente.
Introduzco mi mano, sin titubear.
Espero hasta que escucho una voz que empieza a escupir palabras hasta dejarme
completamente vacía. Palabras que van desagarrando pedazos de carne que estaban
colgando en alguna parte de mi cuerpo. Flechas que me atraviesan, con
significados obtenidos de unas letras engarzadas en esas puntas y lanzadas
directas al centro de mí misma. Y una bala, llena de emociones retenidas tanto
tiempo que se habían quedado podridas, que desprendían tanto olor, que no han
conseguido el suficiente impulso para llegar a su destino con un disparo seco,
y desinflándose, soltando todo ese hedor por el camino, la bala se ha detenido,
ha quedado flotando, y finalmente, ha caído desplomada. Toda esa peste
nauseabunda se ha ido evaporando, se ha difuminado con el aire y se ha disuelto
en partículas tan diminutas que ya ni se pueden respirar.
Mi mano sigue allí dentro. La
boca sigue descifrando a través de mis huellas, esas cicatrices que tengo en mi
cuerpo, ya vacío, ya limpio, ya libre. La última exhalación fue una ligera
brisa con olor a lavanda que me envolvió completamente, impulsándome a pasar a
la siguiente prueba que la vida me tiene preparada. Un perfume me guía hacia la
próxima estación.
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