lunes, 30 de enero de 2017

Mirame ¿Estás ahí?





He salido a la calle en búsqueda de algo que desconozco. Pienso que quizá me pueda encontrar a mí misma. Aquella que fui alguna vez. Aquella que soy. O quizá la que quiero ser. No tengo ni idea. Ensimismada en ese pensamiento comienzo mi viaje.

No puedo evitar dirigir mi mirada a la gente que me cruzo por la calle. Sin apartarla. Con la intención de ver más allá de lo que aparentemente veo. Más allá de ese disfraz que solemos ponernos todos los días y muchas veces se nos olvida quitárnoslo hasta para dormir. Si tenemos suerte, follamos con él puesto. Si no, sólo dormimos con él. Sí, parece un desafío. Pero no lo es. Es, o pretende ser, una invitación a mirarnos. A detenernos un momento. Pero no todo el mundo reacciona de la misma manera ante unos ojos ajenos que parecen clavarse en las entrañas. Poca gente permite que alguien se introduzca dentro de ellos y descubra esa parte que escondemos a toda costa. Esa parte que nos cuesta tanto mostrar. Ese antiético aspecto que nos dejaría en el primer puesto del ranking en una competición inhumana.

Durante unos instantes siento el sonido ensordecedor de los motores rugiendo parados a la espera de continuar su trayecto ansiado. Se nota la desesperación hasta en ese ruido que me obliga a desatender mi propósito inicial momentáneamente. Me siento en un banco, sin saber muy bien por qué. Desde allí, todo se ve de otra manera. Sentada, observo la prisa del resto del mundo. La desconexión con él. Mires donde mires, todos llevan ese aparato en la mano. Conexión directa con el universo virtual. Hacia esa pantalla iluminada se dirigen miles de sonrisas, y algunos enfados, miradas de ternura, de odio, de incomprensión. Todas nuestras emociones las lanzamos ahí, a una pantalla que no sabe mirarnos, que no puede hacerlo, y quizá por eso, nos sentimos a salvo.

Una mujer camina demasiado apresurada. Cruza la calle sin mirar. Un coche frena justo a unos centímetros de ella. Ella no se inmuta. Continúa con su rápida marcha hacia ninguna parte. ¿Dónde irá? ¿Perderá el autobús o el metro? ¿Llegará tarde al médico? Su rostro no refleja una especial preocupación. Eso me desconcierta todavía más. Corre para nada. Corre por correr. Corre quizá porque no sabe caminar pausadamente. No le han enseñado. O no ha querido aprender. O quiere llegar a demasiados sitios a los que sus pies no la pueden llevar. Y corre. Se me ocurre pensar qué pasaría si algo entorpece esa marcha. Si alguien, por ejemplo yo misma, la detuviera un momento para preguntarle cualquier cosa. No lo hago. Sólo la persigo con la mirada mientras ella continúa su evasión esquivando todo aquello que la pueda distraer.

Me levanto y reanudo mi búsqueda. Mis ojos van penetrando en cada persona con la que me cruzo. Móvil en mano, en su gran mayoría, no prestan la más mínima atención a mi enfoque visual directo. Hacen una pequeña contorsión de cuello que los escabulle de posibles imprevistos. Miran hacia otro lado, como suele suceder siempre ante todo lo que va ocurriendo día a día. No mirar. Cerrar los ojos aunque los tengas abiertos, como si corrieras un telón que te permite seguir con tus prisas, con tu vida enmascarada, en el backstage.

Paso por delante de una joyería. La dependienta se queda mirándome. Ninguna de las dos pretende bajar la cabeza y en un duelo de miradas, finalmente y en un gesto apenas imperceptible, las pupilas que reciben mi mensaje se decantan por abstraerse y perder la batalla. Elige perder antes que afrontar unos rayos que prejuzga como malignos. ¿Cómo iban a ser si no? ¿A quién se le ocurre disparar con sus ojos así, sin parpadear, intentando destruir una coraza y llegar a las vísceras, sólo para palpar la realidad? Esa mujer ha debido pensar que soy una psicópata. Yo misma empiezo a pensar que lo soy y como tal sigo mi paseo.

Llego al mercado de Colón. Observo a una niña con sus patines intentando perfeccionar su arte. Su hermano, algo mayor, con un monopatín, la reta. Su padre, en apariencia física, está allí, con ellos. No los mira. Yo sí. Él solo presta atención a esa conversación con alguien de la otra parte de la realidad espacial del momento. Al otro lado del aparato. Mientras, esos niños están descubriendo como sus ilusiones no son compartidas, son sólo suyas. Propiedad privada. Suyas. De nadie más. Y yo las hago un poco mías. Les robo una pequeña porción del momento. No se dan ni cuenta. Como un carterista me apropio de algo que no es mío y recuerdo alguna época en la que yo también utilizaba patines. Y les dedico una sonrisa que no ven. No me miran.

Prosigo mis pasos y cerca de ese lugar, dentro de un cajero automático cerrado, asoma una cabeza. Me sorprendo. Mis ojos se aproximan y perciben algo desconocido. Quizá lo que estaba buscando. Un hombre, sin nada, con el pelo sucio, la ropa vieja, y una manta hecha harapos sobre sus hombros, a cubierto del frío, me regala todo que tiene. Una sonrisa. Sin prisa. Sin temor. Sus ojos me inundan de miles de sensaciones. Su boca, con una curva dibujada, me retrotrae a una niña que, con gran entusiasmo, se dedicaba a ofrecer bellas sonrisas a todo aquel que se cruzaba en su camino, hasta que se perdió entre tanta premura. Y hoy, un día en el que una invitación a descubrir algo la lleva a una búsqueda de ella misma, se encuentra reflejada dónde menos lo espera. En una persona con una riqueza impresionante porque sabe mirar dentro de un cuerpo humano y hacer brotar esa semilla que todos tenemos y no regamos con frecuencia. Se pregunta si es necesario perderlo todo para encontrarla. Llegar a ese punto en el que no te quede otra cosa que dar sino esa. Vaciarte de toda la mierda que nos rodea para poder sacar algo bello. Esa semilla no se compra con dinero. Tampoco se obtiene a través de unos iconos en las redes sociales. Ni mirando una pantalla abstrayéndose de la realidad. Esa puta realidad es así porque no le hacemos ni caso. Quizá sea el momento de mirarnos más a los ojos. De reducir las prisas. De compartir momentos con personas, antes de convertirnos en unas jodidas máquinas sin sentimientos.


Eh, tú, mírame. ¿Estás ahí?

martes, 17 de enero de 2017

UPS! EL MOVIL



Hoy he salido de casa sin el móvil. Menos mal que me he dado cuenta en el portal. No voy sobrada de tiempo, pero lo primero es lo primero. ¿Y si me llama? Seguramente no llame, pero, quién sabe. Como tarda el ascensor en llegar. Seguro que no ha pasado ni un minuto, pero tengo algo de prisa. Aquí está. Abro la puerta y subo corriendo. Marco el cuarto. La puerta se cierra muy lentamente, yo diría que más lento de lo normal. Todo sucede lentamente cuando tienes prisa. Tengo que relajarme un poco. En un momento estará en mis manos otra vez. Llego a casa. Abro la puerta y corro a la habitación donde debería estar el dichoso móvil. No está. ¿Lo habré dejado en la cocina mientras desayunaba? Si no he desayunado. Voy a ver. No, no está aquí. Miro en el salón, encima de la mesa, en el sofá, encima de la cama, en la mesita de noche, en el banco de la cocina, en la nevera, en la despensa, en la basura, en el cestillo de la ropa, en el tocador, bajo de la cama (sí, creo haber estado ahí recogiendo algo de ropa), ¿en el congelador?, no, en la lavadora… no hay forma de encontrarlo. Cojo el teléfono fijo para localizarlo por el sonido. Llamo. Escucho un leve sonido que apenas distingo de dónde procede. Voy tanteando lugares de la casa para ver si lo escucho mejor. El contestador –soy Silvia, aunque ya lo sabes si estás llamando a este número, ya sabes, déjame tu mensaje y te llamaré luego –salta y me escupe mis propias palabras con una voz estúpida. Tengo que borrar este mensaje. O quitar el contestador. ¿Para qué lo quiero si no lo usa nadie? Lo borraré cuando encuentre el móvil este que no para de sonar bien lejos, bien bajito, acompañado de una ligera vibración, que no noto. Lo encontraré tarde o temprano. Pero ya es más bien tardísimo. ¿En el baño? Pero si he mirado allí y no estaba. Sí, parece proceder del baño. Busco y rebusco por los cajones del armario. Nada. En la bañera, junto a las botellas de champú y gel, o en la alfombrilla de ducha, en el bidet, en la estantería con las toallas, no, justo al lado, en el albornoz, sí, pongo la mano en el bolsillo y ahí está. No sé qué manía me ha entrado de traerme el móvil a la ducha. Si es que ni siquiera ahí estoy tranquila sin tenerlo a mano. Si me llama quiero tenerlo cerca y no dejar que salte esa voz atontada del contestador. Por fin lo tengo entre manos. Ya estoy más tranquila. Ahora me meo. Joder. Aprovecho que estoy aquí. Total, llego tardísimo igualmente. Llamaré a Jesús para decirle que me he dormido y que llegaré en media hora. Luego me quedo un rato más y compenso. Si no computo mis horas, me echarán. Parece ser que es lo más importante. Hacer horas. Horas. El tiempo. Dedicar tu vida al trabajo. Miro el móvil feliz. Tengo un whatsapp. Es Isabel. Que si quedamos esta tarde. Genial –le contesto. Si no tengo un plan. Marco el número de Jesús. No me lo coge. Le dejo un mensaje en el contestador: “Hola Jesús, me he dormido, me visto y salgo para allá corriendo. Un beso.” Sujeto el móvil con el cuello mientras me subo las bragas y los pantalones. Tiro de la cadena y… ups! El móvil se me cae al inodoro. Meto mi mano sin pensar detrás de él. Se ha quedado encajado en el agujero mientras el agua lo tira con cierta fuerza hacia dentro. No, no puede estar pasando esto. Lo saco. Lo seco. Está lleno de agua. Lo destapo, le quito la batería, conecto el secador y lo sigo secando. Nada. No hay forma. No responde. No funciona. Entro en pánico. No sé qué hacer. Me va a costar mucho tiempo conseguir otro móvil y conectar la tarjeta allí. Tengo que ir al trabajo. No podré hacerlo hasta esta tarde. ¿Y si mientras llama? ¿y si oye esa horrible voz del contestador? Tengo que borrarlo.

Mientras, él la llamó. Había perdido su número. No lograba encontrarlo hasta que finalmente, su memoria recordó los números que había apuntado en ese papel de servilleta en aquel bar cutre de la ciudad donde tomaron un café insípido. Escuchó su voz en el contestador. Le dejó un mensaje para volver a verla sin importarle aquel tono de niña mimada.

Por la tarde, cuando consiguió que su móvil se secara, lo primero que hizo fue desactivar el contestador. No quería que si él la llamara, oyera esa voz estúpida suya. Sus mensajes serán borrados ¿desea continuar? Y pulsó sí. Sin escucharlos siquiera. Sin comprobar si había un mensaje nuevo. Ofuscada en quitar esa voz del contestador antes que él la escuchara. Si es que la llamaba algún día. Nunca la llamó.

miércoles, 11 de enero de 2017

Por puro instinto



No siempre sigo mis impulsos
A veces les temo
Pero siguen ahí, aclamándome,
Reclamándome un poquito de atención
A veces lo hago
No siempre
Y cuando pienso en esas arremetidas
Que me incitan a hacer cosas impensables
Pienso
Y entonces temo
Y decido que la próxima vez no lo pensaré
Sí, eso pienso
Esta vez no lo he pensado
He contestado un: Sí ¡qué coño!
La vida son dos días
Me voy a arriesgar
Sin pensar
Y detrás de ese impulso estás tú
Y te abro la puerta
Te invito a pasar
Planificamos nuestras citas
Y nos salen mal
El temor acecha otra vez
No pensé, me digo, en esa posibilidad
Entonces apareces, sin avisar
Y sin pensar, aquí estás,
Entre mis sábanas
Impregnando con tu aroma mi cama
Has llegado hasta aquí desde otro lugar
Por instinto
Sin razón
Sin lógica
Dirán que estoy loca
Que debo pensar
Pero si pienso temo
Y si temo, no estás.
No sé hasta cuando, ni me importa
Si es un instante, si es una vida
No quiero pensar
Porque si pienso temo
Y si temo, no estás
Y así siempre, impulso tras impulso,
Pienso qué me deparará
Y si pienso, empiezo a dudar
Y si dudo, no estás
Temor y dudas, me hacen pensar
Y si pienso, te vas
No, me prometo no pensar
Por puro instinto
En esa pulsión por la vida
Entre dudas y miedos
Ahí estás, instinto puro
Para hacerme navegar
Para surcar otros mares
Que sin ti no estarán
He comprado el billete
Ya no hay marcha atrás
Por puro instinto, sin pensar.

martes, 10 de enero de 2017

El corazón de la Toscana



Si te vas a perder, piérdete en Florencia. Donde las calles te sugieren pasear. Florencia es una ciudad peatonal. Pasan coches por donde pueden. Pero los pies son los protagonistas si vas allí. Los necesitas para acceder a todos los rincones que te ofrece. No será un camino de rosas. Esos pies acabarán destrozados, pues no podrán parar hasta empacharse de arte. Florencia es arte. No es que lo tenga. Lo es. Es inseparable una cosa de la otra. El arte florentino se respira. A veces se ve. Se desparrama por cada rincón. Y puede que llegues hasta vomitarlo, si no te cabe dentro. No todo el mundo tiene estómago para esto. Florencia te invita a despertar un sexto sentido. Es obligatorio, no podrías soportarlo sólo con los cinco disponibles. No bastar ver, oír, degustar, oler y tocar. Hay que sentirla tan dentro que te perfore ojos, oídos, boca, nariz y manos. Y te atraviese el corazón. Florencia tiene el puente más viejo de Europa. El Ponte Vecchio, como se llama a ese viejo montón de piedras estratégicamente acomodadas sobre el rio, tiene casas colgantes. Pequeñas tiendas. Ahora joyerías. Antiguo lugar de comercio. Florencia tiene esas cosas raras sobre el puente. Candados. No se sabe muy bien por qué están allí. Pero si vas a Florencia comprarás uno y lo colgarás en ese rincón del puente. Pedirás un deseo y te dispondrás a pasear hacia las calles más céntricas. Aunque seas escéptico. Lo harás. O eso harías si no lo hubiesen prohibido las autoridades. Ahora el ritual se realiza desde la mente. En el plano de la imaginación. Y lanzas la llave al Arno, cerrando los ojos. Y ese manojo de cerrojos colgados se exhibe ahí, sin pudor alguno, desde que un antiguo ferretero lo puso de moda. Creó una leyenda y la gente lo creyó. No hay nada como  aferrarte a un deseo, con fe, para que se cumpla. Desde el río, y en especial desde el puente de los viejos deseos encerrados en pequeños candados, comienza una oportunidad única de bailar con la ciudad.  Florencia está llena de música. En cada adoquín suena una nota. Florencia está llena de adoquines. Y de músicos. Y de instrumentos. Y de notas.  Sin continuar todavía nuestro recorrido, querrás quedarte en ese lugar un buen rato. Quizá contemplar un atardecer. Rodeada de gente. Rozarás la asfixia del gentío. Te mirarás en el agua, reflejada, formando una masa compacta con toda esa gente y casas, hasta desaparecer. Es uno de los lugares más concurridos de Florencia. Florencia te lleva por sus callejuelas estrechas a grandes plazas. Por la via Roma, algo transitada por motores, puedes ir directa a la Piazza del Duomo. Lo asombroso es que esa gran catedral no la verás hasta que saques tu cabeza de la calle y gires el cuello. Y no te quedará más remedio que inclinarlo hacia atrás para poder alcanzar la altura que esa gran efigie alcanza. Vas a tener que contornear el cuello hasta que te cruja algún hueso para ver esa catedral, imponente. Florencia asombra. Te abre la boca de par en par. No es la majestuosidad de otras ciudades, como podría ser Roma. Florencia es majestuosa en sí misma. Sin necesidad de artilugios. Florencia es. Podría no tener y sería igual. Lo lleva impregnado en el ambiente. Todo eso la hace perfecta. Asquerosamente perfecta. Florencia alberga en su interior obras perfectas, como ella misma. No podrás dejar pasar la oportunidad de hacer una gran cola para entrar en la Galería de la Academia y ver a David. No es perfecto por tener un cuerpo perfecto. Su perfección va más allá de la belleza estética que pueden alcanzar los ojos. Ni siquiera la que sentirías si pudieses tocarlo. Es el impacto de las manos del artista plasmado en esa pieza pulida el que nos llega a través de la escultura. Y así con palacios, con parques, puentes y casas. Nada es común. Florencia tiene un halo dorado que la recorre y la dota de un encanto especial. Si sacas cualquier edificio, puente, parque, casa, de Florencia, pierde su don. No Florencia. El objeto sacado de allí. El tiempo no discurre linealmente en Florencia. Los relojes florentinos son caprichosos y se permiten tomarse un descanso y dejarte volar. Rompen las reglas. Se burlan de todo. Trasgreden los límites. Florencia es un punto en el espacio sin tiempo. Un lugar para salir del planeta. Un lugar para soñar. No un sueño. Florencia existe. Es real.

domingo, 8 de enero de 2017

Los ojos (Poesía visual)


Te miro. Me miras. Más allá de toda lógica. Sin razonamientos. Sin cuestiones. Sin filtros. Como unos bichos raros que quieren ver lo invisible. Comprender lo incomprensible. Tocar el alma con una mirada. Y encontrarla. Sin palabras. A través de la puerta de entrada al misterioso interior humano. Los ojos.


Tal vez me encuentre dentro de ti. Si miro bien. Muy atenta. Fijamente. Si me permites entrar a tus profundidades. Si me dejas abrir la puerta. Si me invitas a entrar a tu hogar. A conversar con tu alma. En el lenguaje del amor.


lunes, 2 de enero de 2017

Reencuentro



La ve aparecer tras la puerta giratoria del hotel. Sale con su carpeta, su abrigo doblado en el brazo y su bolso. Son las dos y media y el sol está resplandeciente. No tanto como ella, pensaba Moisés. Arroja sus rayos sin piedad sobre su rostro. Ella mira hacia ambos lados. No ve nada. El sol no la deja llegar con su mirada hasta él, que la espera en esa esquina donde han quedado. Sólo se han visto por foto, pero la hubiese reconocido entre un millón. Ella comienza a caminar hacia su destino. Es temprano. Se sienta un momento en un banco desde el que puede vislumbrar esa esquina. Él no está todavía. Lo que ella no sabe es que él la ve desde la acera donde ha cruzado y se dirige hacia ella. Se va acercando hasta ese banquito y se sienta a su lado. La mira. Ella se encuentra con esa mirada que había imaginado tantas veces a través de esa foto. Hacía poco tiempo que se conocían, pero la sensación era de conocerse desde siempre. No consiguen pronunciar una palabra hasta pasado el beso que los saluda. Era algo que tenían pendiente. Quizá desde otra vida. En ésta estaban seguros de no haberse visto nunca. Pero no pueden evitarlo. O no quieren. No es fácil distinguir siempre entre los deseos y el karma. Ahora sí, una sonrisa detrás de su mirada les permite el saludo con palabras. Tienen un plan trazado. Comerán juntos en algún restaurante cercano. No importa el lugar. Luego, irán a dar un paseo y al cine. Hasta aquí todo apunta a una tarde tranquila y normal. Entran a un restaurante, sin mirar ni siquiera el menú. Piden la comida y un vino. Ese vino venía en el plan. Hablan. Se cuentan muchas cosas confesables y alguna casi inconfesable. Se miran mucho. Es como si quisieran hablarse a través de los ojos. Como si las palabras se quedaran a mitad camino entre lo que sienten y lo que finalmente sale de sus bocas. Necesitan de otros medios para expresar con más exactitud lo que se encuentra ahí dentro, en algún lugar recóndito de sus cuerpos y que no sabe cómo salir. Apenas comen. El vino les ha provocado un impulso más a añadir a esas sensaciones. Moisés le coge la mano. Se quedan entrelazadas. Un buen rato se dejan sentir a través del tacto. Alguna caricia sirve de vehículo para transmitirse mutuamente otro tipo de entendimiento. Deciden salir y dar un paseo hasta llegar al cine. En la calle se acercan el uno al otro. Se funden en un abrazo que inevitablemente les lleva a besarse nuevamente. Caminan hacia ningún lugar inmersos en su conversación, en la de sus ojos, sus manos, brazos y cuerpos que se arriman para contrarrestar los efectos del frío de un día de invierno cuando el sol ha empezado a abandonar la ciudad y los influjos de la luna dan sus primeros avisos. El tiempo parece no tener criterio y les concede los más dispares caprichos. Miran el reloj. Se han desviado del cine un buen trecho, sin darse cuenta. La sesión ya ha comenzado. La próxima es dentro de tres horas. En la calle empieza a sentirse la incomodidad del frío húmedo de la capital valenciana que invita a refugiarse en algún lugar.

-Mi casa está cerca- insinúa Moises acompañando estas palabras con una mirada de invitación -podemos ver una película cómodos en el sofá. Tengo un buen repertorio. Sabes que me gusta mucho el cine.

-Sí. Lo sé. Aunque esto no…

No puede continuar porque Moisés la besa nuevamente. De repente, en uno de esos caprichos temporales, se encuentran en ese sofá, frente a la televisión, que emite los sonidos de una película que han elegido para que les acompañe en esa conversación de los sentidos. La elige al azar. Ella confía en su criterio y en la suerte. Se colocan cómodamente en el sofá. Sin zapatos. Acurrucados uno al lado del otro. Las secuencias de imágenes se van sucediendo, de la pelicula y de ellos. Les cuesta separar sus bocas que están sedientas de besos. No miran la pantalla. Solo escuchan palabras a lo lejos, en un segundo o tercer plano. La temperatura aumenta. Las capas de ropa disminuyen. Y en pocos instantes sus cuerpos son libres para comunicarse a través del órgano más sensitivo y grande que tenemos, de toda la piel. Sus cuerpos imperfectos se acomodan con una perfección absoluta. Los besos pasan a formar parte del recorrido corporal. Quieren saborear cada rincón del otro. Las manos se abalanzan hacia los lugares que reclaman caricias a gritos. El espacio se reduce a esos dos cuerpos desnudos, unidos, compenetrados de tal manera que inevitablemente los conduce a un instante de placer que se mantiene en el tiempo, mientras siguen unidos,  mientras suenan muy bajito las palabras y la música de una película que está llegando a su fin. Mientras sus labios no quieren separarse. Ni sus cuerpos. Ni sus almas que por fin han logrado reencontrarse. El tiempo sigue caprichoso. El reloj se ha detenido para permitirles recuperar ese tiempo perdido. Solo un segundo. Se miran y lo comprenden todo.