La ve aparecer tras la puerta giratoria del hotel. Sale con
su carpeta, su abrigo doblado en el brazo y su bolso. Son las dos y media y el
sol está resplandeciente. No tanto como ella, pensaba Moisés. Arroja sus rayos
sin piedad sobre su rostro. Ella mira hacia ambos lados. No ve nada. El sol no
la deja llegar con su mirada hasta él, que la espera en esa esquina donde han
quedado. Sólo se han visto por foto, pero la hubiese reconocido entre un millón.
Ella comienza a caminar hacia su destino. Es temprano. Se sienta un momento en
un banco desde el que puede vislumbrar esa esquina. Él no está todavía. Lo que
ella no sabe es que él la ve desde la acera donde ha cruzado y se dirige hacia
ella. Se va acercando hasta ese banquito y se sienta a su lado. La mira. Ella
se encuentra con esa mirada que había imaginado tantas veces a través de esa
foto. Hacía poco tiempo que se conocían, pero la sensación era de conocerse
desde siempre. No consiguen pronunciar una palabra hasta pasado el beso que los
saluda. Era algo que tenían pendiente. Quizá desde otra vida. En ésta estaban
seguros de no haberse visto nunca. Pero no pueden evitarlo. O no quieren. No es
fácil distinguir siempre entre los deseos y el karma. Ahora sí, una sonrisa
detrás de su mirada les permite el saludo con palabras. Tienen un plan trazado.
Comerán juntos en algún restaurante cercano. No importa el lugar. Luego, irán a
dar un paseo y al cine. Hasta aquí todo apunta a una tarde tranquila y normal.
Entran a un restaurante, sin mirar ni siquiera el menú. Piden la comida y un
vino. Ese vino venía en el plan. Hablan. Se cuentan muchas cosas confesables y
alguna casi inconfesable. Se miran mucho. Es como si quisieran hablarse a
través de los ojos. Como si las palabras se quedaran a mitad camino entre lo
que sienten y lo que finalmente sale de sus bocas. Necesitan de otros medios
para expresar con más exactitud lo que se encuentra ahí dentro, en algún lugar recóndito
de sus cuerpos y que no sabe cómo salir. Apenas comen. El vino les ha provocado
un impulso más a añadir a esas sensaciones. Moisés le coge la mano. Se quedan
entrelazadas. Un buen rato se dejan sentir a través del tacto. Alguna caricia sirve
de vehículo para transmitirse mutuamente otro tipo de entendimiento. Deciden
salir y dar un paseo hasta llegar al cine. En la calle se acercan el uno al
otro. Se funden en un abrazo que inevitablemente les lleva a besarse
nuevamente. Caminan hacia ningún lugar inmersos en su conversación, en la de
sus ojos, sus manos, brazos y cuerpos que se arriman para contrarrestar los
efectos del frío de un día de invierno cuando el sol ha empezado a abandonar la
ciudad y los influjos de la luna dan sus primeros avisos. El tiempo parece no
tener criterio y les concede los más dispares caprichos. Miran el reloj. Se han
desviado del cine un buen trecho, sin darse cuenta. La sesión ya ha comenzado.
La próxima es dentro de tres horas. En la calle empieza a sentirse la
incomodidad del frío húmedo de la capital valenciana que invita a refugiarse en
algún lugar.
-Mi casa está cerca- insinúa Moises acompañando estas
palabras con una mirada de invitación -podemos ver una película cómodos en el
sofá. Tengo un buen repertorio. Sabes que me gusta mucho el cine.
-Sí. Lo sé. Aunque esto no…
No puede continuar porque Moisés la besa nuevamente. De
repente, en uno de esos caprichos temporales, se encuentran en ese sofá, frente
a la televisión, que emite los sonidos de una película que han elegido para que
les acompañe en esa conversación de los sentidos. La elige al azar. Ella confía
en su criterio y en la suerte. Se colocan cómodamente en el sofá. Sin zapatos.
Acurrucados uno al lado del otro. Las secuencias de imágenes se van sucediendo,
de la pelicula y de ellos. Les cuesta separar sus bocas que están sedientas de besos.
No miran la pantalla. Solo escuchan palabras a lo lejos, en un segundo o tercer
plano. La temperatura aumenta. Las capas de ropa disminuyen. Y en pocos
instantes sus cuerpos son libres para comunicarse a través del órgano más
sensitivo y grande que tenemos, de toda la piel. Sus cuerpos imperfectos se
acomodan con una perfección absoluta. Los besos pasan a formar parte del
recorrido corporal. Quieren saborear cada rincón del otro. Las manos se abalanzan
hacia los lugares que reclaman caricias a gritos. El espacio se reduce a esos
dos cuerpos desnudos, unidos, compenetrados de tal manera que inevitablemente los
conduce a un instante de placer que se mantiene en el tiempo, mientras siguen
unidos, mientras suenan muy bajito las
palabras y la música de una película que está llegando a su fin. Mientras sus
labios no quieren separarse. Ni sus cuerpos. Ni sus almas que por fin han
logrado reencontrarse. El tiempo sigue caprichoso. El reloj se ha detenido para
permitirles recuperar ese tiempo perdido. Solo un segundo. Se miran y lo
comprenden todo.
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