He salido a la calle en búsqueda de algo que desconozco. Pienso que quizá me pueda encontrar a mí misma. Aquella que fui alguna vez. Aquella que soy. O quizá la que quiero ser. No tengo ni idea. Ensimismada en ese pensamiento comienzo mi viaje.
No puedo evitar dirigir mi mirada a la gente que me cruzo por la calle. Sin apartarla. Con la intención de ver más allá de lo que aparentemente veo. Más allá de ese disfraz que solemos ponernos todos los días y muchas veces se nos olvida quitárnoslo hasta para dormir. Si tenemos suerte, follamos con él puesto. Si no, sólo dormimos con él. Sí, parece un desafío. Pero no lo es. Es, o pretende ser, una invitación a mirarnos. A detenernos un momento. Pero no todo el mundo reacciona de la misma manera ante unos ojos ajenos que parecen clavarse en las entrañas. Poca gente permite que alguien se introduzca dentro de ellos y descubra esa parte que escondemos a toda costa. Esa parte que nos cuesta tanto mostrar. Ese antiético aspecto que nos dejaría en el primer puesto del ranking en una competición inhumana.
Durante unos instantes siento el sonido ensordecedor de los motores rugiendo parados a la espera de continuar su trayecto ansiado. Se nota la desesperación hasta en ese ruido que me obliga a desatender mi propósito inicial momentáneamente. Me siento en un banco, sin saber muy bien por qué. Desde allí, todo se ve de otra manera. Sentada, observo la prisa del resto del mundo. La desconexión con él. Mires donde mires, todos llevan ese aparato en la mano. Conexión directa con el universo virtual. Hacia esa pantalla iluminada se dirigen miles de sonrisas, y algunos enfados, miradas de ternura, de odio, de incomprensión. Todas nuestras emociones las lanzamos ahí, a una pantalla que no sabe mirarnos, que no puede hacerlo, y quizá por eso, nos sentimos a salvo.
Una mujer camina demasiado apresurada. Cruza la calle sin mirar. Un coche frena justo a unos centímetros de ella. Ella no se inmuta. Continúa con su rápida marcha hacia ninguna parte. ¿Dónde irá? ¿Perderá el autobús o el metro? ¿Llegará tarde al médico? Su rostro no refleja una especial preocupación. Eso me desconcierta todavía más. Corre para nada. Corre por correr. Corre quizá porque no sabe caminar pausadamente. No le han enseñado. O no ha querido aprender. O quiere llegar a demasiados sitios a los que sus pies no la pueden llevar. Y corre. Se me ocurre pensar qué pasaría si algo entorpece esa marcha. Si alguien, por ejemplo yo misma, la detuviera un momento para preguntarle cualquier cosa. No lo hago. Sólo la persigo con la mirada mientras ella continúa su evasión esquivando todo aquello que la pueda distraer.
Me levanto y reanudo mi búsqueda. Mis ojos van penetrando en cada persona con la que me cruzo. Móvil en mano, en su gran mayoría, no prestan la más mínima atención a mi enfoque visual directo. Hacen una pequeña contorsión de cuello que los escabulle de posibles imprevistos. Miran hacia otro lado, como suele suceder siempre ante todo lo que va ocurriendo día a día. No mirar. Cerrar los ojos aunque los tengas abiertos, como si corrieras un telón que te permite seguir con tus prisas, con tu vida enmascarada, en el backstage.
Paso por delante de una joyería. La dependienta se queda mirándome. Ninguna de las dos pretende bajar la cabeza y en un duelo de miradas, finalmente y en un gesto apenas imperceptible, las pupilas que reciben mi mensaje se decantan por abstraerse y perder la batalla. Elige perder antes que afrontar unos rayos que prejuzga como malignos. ¿Cómo iban a ser si no? ¿A quién se le ocurre disparar con sus ojos así, sin parpadear, intentando destruir una coraza y llegar a las vísceras, sólo para palpar la realidad? Esa mujer ha debido pensar que soy una psicópata. Yo misma empiezo a pensar que lo soy y como tal sigo mi paseo.
Llego al mercado de Colón. Observo a una niña con sus patines intentando perfeccionar su arte. Su hermano, algo mayor, con un monopatín, la reta. Su padre, en apariencia física, está allí, con ellos. No los mira. Yo sí. Él solo presta atención a esa conversación con alguien de la otra parte de la realidad espacial del momento. Al otro lado del aparato. Mientras, esos niños están descubriendo como sus ilusiones no son compartidas, son sólo suyas. Propiedad privada. Suyas. De nadie más. Y yo las hago un poco mías. Les robo una pequeña porción del momento. No se dan ni cuenta. Como un carterista me apropio de algo que no es mío y recuerdo alguna época en la que yo también utilizaba patines. Y les dedico una sonrisa que no ven. No me miran.
Prosigo mis pasos y cerca de ese lugar, dentro de un cajero automático cerrado, asoma una cabeza. Me sorprendo. Mis ojos se aproximan y perciben algo desconocido. Quizá lo que estaba buscando. Un hombre, sin nada, con el pelo sucio, la ropa vieja, y una manta hecha harapos sobre sus hombros, a cubierto del frío, me regala todo que tiene. Una sonrisa. Sin prisa. Sin temor. Sus ojos me inundan de miles de sensaciones. Su boca, con una curva dibujada, me retrotrae a una niña que, con gran entusiasmo, se dedicaba a ofrecer bellas sonrisas a todo aquel que se cruzaba en su camino, hasta que se perdió entre tanta premura. Y hoy, un día en el que una invitación a descubrir algo la lleva a una búsqueda de ella misma, se encuentra reflejada dónde menos lo espera. En una persona con una riqueza impresionante porque sabe mirar dentro de un cuerpo humano y hacer brotar esa semilla que todos tenemos y no regamos con frecuencia. Se pregunta si es necesario perderlo todo para encontrarla. Llegar a ese punto en el que no te quede otra cosa que dar sino esa. Vaciarte de toda la mierda que nos rodea para poder sacar algo bello. Esa semilla no se compra con dinero. Tampoco se obtiene a través de unos iconos en las redes sociales. Ni mirando una pantalla abstrayéndose de la realidad. Esa puta realidad es así porque no le hacemos ni caso. Quizá sea el momento de mirarnos más a los ojos. De reducir las prisas. De compartir momentos con personas, antes de convertirnos en unas jodidas máquinas sin sentimientos.
Eh, tú, mírame. ¿Estás ahí?
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