lunes, 26 de diciembre de 2016

Larvas mentales




Beatriz empezó a quitarse la ropa. Empezaré yo. Carlos no dejaba de mirarla, como si no hubiese visto nunca a una mujer desnuda. Es preciosa, se decía. ¿Me puedes desabrochar el sujetador? Y aquellas palabras resonaron en su mente sin dejarlo hacer nada. No voy a poder hacerlo. Cuando se decidió no pudo evitar que se pasara por su mente la última vez que hizo algo parecido. Tienes las manos heladas, no me toques, le había escupido Juana. No se atrevió a volverla a tocar. Ahora sus manos estaban heladas también, quizá más, pensó. Con mucho tacto, intentando no tocar a Beatriz, le desabrochó esa pieza de ropa interior, tan escasa de tela, se dijo, y tan sugerente. Tócame Carlos, rózame la piel, rescataba de sus deseos. Carlos no la rozó. No quiero pensar en ti Juana, peleaba con su mente. Se quedó con el sostén en las manos después de que los tirantes resbalaran por sus brazos. Tiene una espalda perfecta. Quiero tocarla, pero tengo las manos frías.  Pero Beatriz se dio la vuelta. Hace calor, comentó, pero él sentía correr por su cuerpo unos escalofríos que le ponían los pelos de punta. Sí, contestó, y comenzó a desvestirse con cierto pavor. La deseo tanto, no entiendo cómo me pasa esto. Juana, vete. Beatriz lo ayudó. Le quitó la camiseta. Le dejó el pelo alborotado. Esa melena revuelta me trae de cabeza. Y se acercó a su oído. Me encanta esa melena desordenada, esos pelos sobre tu cara. Carlos llevaba el pelo ligeramente largo, con algunas ondas. Recordó como Juana le incitaba a cortárselo siempre, pareces un adolescente rebelde, le refunfuñaba, ¿no ves que no te queda bien el pelo largo? Ahora, se permitía llevarlo como le gustaba, sin obedecer los mensajes que vagaban por su memoria. Beatriz le desabrochó el botón de sus pantalones. Tocó su barriga para hacerlo. Él encogió sutilmente esa zona al tacto de sus manos, están frías, murmuró, pero le gustó esa sensación. Ella continuó deslizando sus pantalones hasta que finalmente Carlos se quedó desnudo, con los calzoncillos puestos. Beatriz llevaba también las bragas. Las dos piezas que ocultan las zonas estratégicas que más tarde necesitarían a la vista. Beatriz se acercó, bésame, le pidió. Trajo a su memoria esos momentos en los que quería besar a Juana y ella le espetaba un ¿otra vez Carlos?, y lo dejaba con los labios besando el aire, déjame tranquila. Debo quitarme estos fantasmas de la cabeza, me voy a volver loco. Aprovecharé este momento que me parecía inalcanzable. Beatriz es una chica encantadora. No soy culpable de nada. Juana, no tengo la culpa. Déjame vivir en paz. Déjame vivir. Carlos se intentaba convencer de su inocencia. ¿Y si no lo conseguía nunca? Lo conseguiré. La tomó con sus manos por la cintura y acercó sus labios a ella, mientras le insinuaba con voz temblorosa, te deseo Beatriz, quiero hacerte el amor. Sus manos comenzaron un recorrido por el mapa de su piel. Otra vez se entrometió Juana en su cabeza con recuerdos de sus primeras veces, antes de que ocurriera aquello. No te lo perdonaré, le repetía una vez tras otra Juana, después del incidente. Él intentó compensarle todo el dolor que ella sentía, como si hubiese sido él el culpable. Lo siento, le decía siempre que tenía ocasión. No conseguí evitarlo, se martirizaba. Cuando la vio tendida sobre la cama, con los brazos caídos, supo que ya no podía hacer nada. Está muerta, es culpa mía. Esa imagen me persigue, se torturaba. Ahora, entre los brazos de Beatriz, que lo llamaban a fundirse con ella, pensaba en Juana. Abrió los ojos, empujó levemente su cuerpo que cayó hacia la cama e imaginó que era Juana, antes del suceso, cuando todo era perfecto, ven, vamos a jugar, le decía ella con su gran sonrisa dibujada y esa mirada pícara. ¿Quieres jugar? Preguntó Carlos. Y se lanzó sobre Beatriz, le quitó las bragas y le hizo el amor como nunca lo había hecho antes. Solo le falló un detalle, cuando sobre ella, le dijo, Juana, te amo.

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