lunes, 19 de diciembre de 2016

Mi primer amor



Estaban acabando las clases en el colegio. Yo tenía trece años. Durante los tres últimos años, tuve un profesor de ciencias muy guapo. Por el contrario, era un poco estricto, y si nos portábamos mal, nos lanzaba tizas a la cabeza. En alguna ocasión llego a lanzarnos algún limón. Nos preguntábamos para qué traía limones a clase. Yo, una vez, lo vi ponerse un poco de limón en la taza de té que solía tomar después del almuerzo. Un poco raro sí que era. El caso es que era muy guapo y simpático, si no lo hacíamos enfadar. A pesar de todo, a mí me gustaba ir a sus clases. Siempre nos contaba anécdotas divertidas y me lo pasaba muy bien. Era mi profesor preferido. Cuando acabó el curso hicimos una fiesta en el colegio. La graduación y esas cosas. Ese día conocí a mi primer novio. Había mucha gente en el colegio. Gente que no había visto nunca. Familiares de todos los que nos graduábamos aquel año. Me lo presentaron unas amigas. Lo habían conocido ese mismo día a través de una prima de una de ellas. Se llamaba Enrique. Era moreno, con los ojos casi negros y muy guapo. Me recordaba vagamente al profesor de ciencias. Estuvo conmigo toda la tarde, hablándome. Me contó que estaba terminando sus estudios y que trabajaba en un restaurante los fines de semana para ganar algo de dinero. Cuando me dijo su edad, me quedé atónita. Él tenía veintiuno. No fue un impedimento, al principio, para que surgiera el amor. Y cuando supe que era el hijo de Don Jesús, me quedé sin palabras. Sí, el hijo del profesor de ciencias. El parecido que observé no era coincidencia precisamente. Yo no sabía que Don Jesús tenía un hijo. No era de aquí, así que era más difícil coincidir en horas no lectivas con él. Sí que sabía, en cambio, que Doña Luisa tenía dos hijas. Doña Luisa nos daba matemáticas. Vivía en la misma ciudad y a veces la veíamos comprando en el mercado. Enrique y yo nos empezamos a ver con frecuencia. A escondidas. Mis padres no hubiesen aceptado una relación así. Al menos ahora. Los suyos tampoco. Yo era una menor de edad. Enamorada hasta las cejas. Él tenía una moto. Yo me subía con él en su Bultaco y nos íbamos toda la tarde juntos. Donde fuera. Solíamos ir a un parque, en otra ciudad, por aquello de ocultarnos. Teníamos un rincón con un banquito, rodeado de árboles. Allí pasábamos horas planificando el futuro. El ganaba dinero y tendría su carrera acabada en pocos años. Estudiaba ingeniería agrícola. Era muy inteligente. Yo no sabía qué quería estudiar. Él me decía que estudiara. Lo que fuera. Y que quería casarse conmigo. Me enseñó cómo besar. Esos besos largos de los que no te puedes despegar muy fácilmente. Y luego tienes alguna señal roja alrededor de los labios, por los roces de la barba que se dejaba crecer. Yo era una niña, muy feliz. Duró todo el verano. Fue un verano de esos inolvidables. De esos que dejan huella. De los que parecen sacados de un libro romántico o de una película. Me regaló un anillo. Muy típico, sí, pero con trece años, aquello era como vivir en una nube. Por momentos fui la protagonista de un cuento. Pero aquello tuvo que acabar. Se enteraron nuestras familias. Yo me hubiese fugado con él. Él me dijo que esperáramos. Pero el tiempo no nos ayudó a encontrarnos nuevamente. Seguramente, encontró una novia de su edad por la facultad. Pero eso es otra historia.

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