Estaban acabando las clases en el
colegio. Yo tenía trece años. Durante los tres últimos años, tuve un profesor
de ciencias muy guapo. Por el contrario, era un poco estricto, y si nos
portábamos mal, nos lanzaba tizas a la cabeza. En alguna ocasión llego a
lanzarnos algún limón. Nos preguntábamos para qué traía limones a clase. Yo,
una vez, lo vi ponerse un poco de limón en la taza de té que solía tomar
después del almuerzo. Un poco raro sí que era. El caso es que era muy guapo y
simpático, si no lo hacíamos enfadar. A pesar de todo, a mí me gustaba ir a sus
clases. Siempre nos contaba anécdotas divertidas y me lo pasaba muy bien. Era
mi profesor preferido. Cuando acabó el curso hicimos una fiesta en el colegio.
La graduación y esas cosas. Ese día conocí a mi primer novio. Había mucha gente
en el colegio. Gente que no había visto nunca. Familiares de todos los que nos
graduábamos aquel año. Me lo presentaron unas amigas. Lo habían conocido ese
mismo día a través de una prima de una de ellas. Se llamaba Enrique. Era
moreno, con los ojos casi negros y muy guapo. Me recordaba vagamente al
profesor de ciencias. Estuvo conmigo toda la tarde, hablándome. Me contó que
estaba terminando sus estudios y que trabajaba en un restaurante los fines de
semana para ganar algo de dinero. Cuando me dijo su edad, me quedé atónita. Él
tenía veintiuno. No fue un impedimento, al principio, para que surgiera el
amor. Y cuando supe que era el hijo de Don Jesús, me quedé sin palabras. Sí, el
hijo del profesor de ciencias. El parecido que observé no era coincidencia
precisamente. Yo no sabía que Don Jesús tenía un hijo. No era de aquí, así que
era más difícil coincidir en horas no lectivas con él. Sí que sabía, en cambio,
que Doña Luisa tenía dos hijas. Doña Luisa nos daba matemáticas. Vivía en la
misma ciudad y a veces la veíamos comprando en el mercado. Enrique y yo nos
empezamos a ver con frecuencia. A escondidas. Mis padres no hubiesen aceptado
una relación así. Al menos ahora. Los suyos tampoco. Yo era una menor de edad.
Enamorada hasta las cejas. Él tenía una moto. Yo me subía con él en su Bultaco
y nos íbamos toda la tarde juntos. Donde fuera. Solíamos ir a un parque, en
otra ciudad, por aquello de ocultarnos. Teníamos un rincón con un banquito,
rodeado de árboles. Allí pasábamos horas planificando el futuro. El ganaba
dinero y tendría su carrera acabada en pocos años. Estudiaba ingeniería
agrícola. Era muy inteligente. Yo no sabía qué quería estudiar. Él me decía que
estudiara. Lo que fuera. Y que quería casarse conmigo. Me enseñó cómo besar.
Esos besos largos de los que no te puedes despegar muy fácilmente. Y luego
tienes alguna señal roja alrededor de los labios, por los roces de la barba que
se dejaba crecer. Yo era una niña, muy feliz. Duró todo el verano. Fue un
verano de esos inolvidables. De esos que dejan huella. De los que parecen
sacados de un libro romántico o de una película. Me regaló un anillo. Muy
típico, sí, pero con trece años, aquello era como vivir en una nube. Por
momentos fui la protagonista de un cuento. Pero aquello tuvo que acabar. Se
enteraron nuestras familias. Yo me hubiese fugado con él. Él me dijo que
esperáramos. Pero el tiempo no nos ayudó a encontrarnos nuevamente.
Seguramente, encontró una novia de su edad por la facultad. Pero eso es otra
historia.
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