Veo a Julian todos los días. A
veces sólo lo escucho. Tras la reja que separa nuestras casas se ve su pequeño
espacio ritualizado, presidido por un sillón, una mesa al lado y una moto al
fondo. A veces un tendedero de ropa intercede en mi campo visual cuando sin
querer, al salir de casa, me encuentro con esa reja y mis ojos se dirigen,
inexorablemente hacia ese rincón. Julian está muchas veces sentado en ese
sillón, mirando de frente, hacia el infinito. En esa posición pasa horas y
horas, sin apenas moverse, sin parpadear, y casi diría que no respira de lo
inmóvil que está, pero al cabo de un buen rato comienza a dar señales de vida.
No se inmuta ante ningún ruido. Yo salgo y entro y nada. En esos momentos en
los que deja su mirada absorta, perdida, alejada de este mundo, nada de lo que
sucede aquí, en la realidad, parece perturbar su objetivo. Julian anda mucho.
Siempre está caminando. Es curioso cómo me lo encuentro cuando salgo con mi
coche hacia el trabajo o hacia la ciudad. Él siempre va o viene de algún lugar.
Tiene una moto. No la usa. Un día me dijo que no tiene carnet. Desde su casa a
la ciudad hay unos cuatro kilómetros. Todos los días realiza ese trayecto, en
algún momento. Suele venir con una pequeña bolsa de compras. No siempre. Julian
fuma mucho. Excepto en esos momentos en los que su mirada lo deja inmóvil,
Julian fuma. Entonces, sólo en esos momentos, parece pertenecer a este mundo.
Mueve ligeramente la mano y la cabeza. Suelta bocanadas de humo que nieblan momentáneamente
el lugar. Un día lo vi pasar tan fugazmente que dudé si había pasado o no. La
certeza me vino con ese rastro de humo que lo sigue cuando fuma y el olor tan
característico del tabaco que se infiltra en cualquier espacio. No hablamos
mucho. Alguna vez me dirige un saludo efusivo y aprovecha para comentarme algo
sobre mi vida que le intriga. Parece saberlo todo. Algún día aparece una mujer
por su casa. Se pasa el rato gritando. Lo regaña. Si no fuera porque es de una
edad similar diría que es su madre. Nadie más viene por aquí nunca. Esta debe
ser su hermana. No estoy muy segura.
-¡Julian! ¡No puede ser contigo!
La semana pasada te dije que te comieras los yogures, que se estaban caducando.
Al final, a la basura. No estamos para tirar comida.
Julian no hace caso. Sigue
sentado en su sillón con la mirada en otro planeta. Como si no fuese con él la
cosa.
-¿No me oyes Julian? Estoy
hablando contigo. No me haces ni caso. No has tirado la basura. Aquí huele a
muerto. Podías poner un poco más de interés. ¡Julian! ¿Es que no me oyes?
No. Julian no la escucha. Sigue
con su ritual.
Este verano, cuando me bañaba en
la piscina, Julian llegaba de sus paseos. Siempre coincidía ese momento. Fuese la hora que fuese. En esa
parte de la reja no se ve nada. Está llena de setos. Desde la piscina, por
abajo, una rendija entre dos setos me permitía ver a Julian llegar, con sus dos
perros. El seguía su rumbo, sin mover la cabeza lo más mínimo. Su piscina ha
estado vacía todo el verano. Ahora con las lluvias se ha llenado un poco.
Julian arregla el jardín en los ratos en los que yo no estoy en casa. Jamás lo
he visto por fuera con ninguna herramienta, pero se nota que lo cuida. Es de
esas cosas que hace Julian y que nadie las ve. Como la mayoría de cosas.
Excepto cuando sale a caminar. O cuando fuma. No se sabe muy bien qué hace
Julian. Él parece saber todo lo que hacen los que viven a su alrededor. Al
menos, las pocas veces que hablamos, es lo que me transmite. Tiene un sexto
sentido que le permite ver. No sé muy bien si es capaz de hacerlo en las
interminables horas que pasa sentado en ese sillón, con la mirada fija en un
punto inexistente. Tras la reja que separa nuestras casas todo está envuelto en
un gran misterio.
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