Estás ahí, desnuda, frente a mí. Cualquiera diría que eres
un espectro, un fantasma, si no fuera por esas cicatrices, que marcan tu rostro
y tu cuerpo, que dibujan una línea más sólida que la de cualquier ente vaporoso
y configuras así un reflejo en un espejo. Me acerco para verte bien. Apenas nos
separan unos milímetros. Podría besarte pero no lo haré, no por ahora. Entre
tus ojos, se ve ese pequeño cráter, justo en el centro, formando lo que podría
ser el hueco de un tercer ojo, ese que todo lo ve, pero no, está vacío, no hay
nada, no ves nada, o no lo quieres ver. Aclárate. ¿Recuerdas cómo te lo hiciste?
Tienes otras menos acentuadas en alguna zona de la cara. Yo estaba contigo, te
veía rascarte como una loca, eras una niña, llena de pequeñas heriditas rojas,
te picaba, mucho, no podías aguantar, pero te gustaba hurgar con tus uñas,
ahora este virus había venido para darte ese pequeño placer dentro de la
incomodidad que pueda ocasionar estar unos días en casa, incomunicada, sin ir
al colegio, a pesar de que te gustaba ir, pero este momento era tuyo, solo
tuyo. Has tenido suerte. Lo sabes. Cada herida que te hacías la mantenías con
vida lo máximo posible, costra tras costra, te gustaba ver la carne al rojo
vivo, con esos hilillos de sangre, te asustabas un poco, pero retirar esa
corteza de piel seca que intentaba sanar la lesión, te producía un auténtico
regocijo. Sí, has tenido mucha potra, porque no te han quedado señales de esas
masacres. Te miro ahí desnuda y pareces una niña que no ha vivido, sin rastro
alguno que delate grandes acontecimientos. Espera. No te enfades. Intentaré
buscar algo más, algo que te descubra quien eres. De dónde vienes. Que haces
aquí. Cómo has llegado. O para qué. No sé. Por el cuello te salpican algunas
verrugas, pequeñas, que embrutecen el estilismo de esa parte del cuerpo. No
sabes por qué no has acabado con ellas. Las toqueteas a veces. Ha habido
momentos en los que has estado a punto de arrancarlas con tus dedos, algunas,
una, la más pronunciada, la descarada esa que cree que va a poder contigo,
hasta que un día digas hasta aquí. Como aquella vez que las tenías por la mano.
También las escarbabas. Y ese liquidito que salía se expandía alrededor
provocando que otras más emergieran de la capa más profunda de la piel al
exterior, como si de un jardín se tratase, floreciendo como si fuera primavera,
solo que hacía frío. Seguiste un ritual al pie de la letra. Si lo decía tu
abuela no podía ser mentira. Tu abuela no miente nunca. Cogiste unas cuantas
hojas de olivo, tantas como carnosidades había en esa mano izquierda y las
enterraste boca abajo a los pies del acebuche hasta que un día te olvidaste del
asunto y de ellas. Desaparecieron. Podrías hacer lo mismo. Pero algo te frena y
las dejas ahí, para recordarte quizá algunos besos que conquistaron esa zona y
estaban llenos de mentiras. Quizá las tienes en defensa propia. Para que
ninguna patraña se inmiscuya en tus asuntos. Subo y bajo por las curvas que
insinúan tus senos, rodeo tu cuerpo por las caderas y muslos y por esa zona me
detengo. Justo debajo del ombligo. La piel se ramifica. Son unos surcos que
salen desde el pubis hasta alcanzar ese agujero perfecto en el centro de tu
barriga. Canales por donde circula una historia de expansión y contracción que
el destino quiso escribir ahí. Una historia con un nombre y una vida. No te
creías capaz de hacerlo pero lo hiciste. Engendraste un ser en tus entrañas.
Eres madre, no lo olvides. A veces lo sientes como una carga, pero fíjate en
esos regueros que se bifurcan buscando una salida. O una entrada. Se dirigen
justo al núcleo de tu cuerpo. Si te percatas bien podrás ver una gran belleza
ahí oculta tras los caminos inexpugnables de la vida. Realmente es la marca más
sublime que tienes en el cuerpo. Son unas raíces invertidas que buscan el
alimento dentro de ti. Una obra de arte. Un tatuaje en color carne. Natural.
Como las pecas que envuelven tus brazos y parte del pecho. Algunas se
concentran en distancias mínimas. Otras se esparcen iniciando viajes hacia
ningún lugar. Lo curioso es que, viéndolas así, de lejos, de frente, forman una
gran galaxia. Tu propio universo. Te horroriza ver esa zona voluptuosa, que ha
sufrido tantas idas y venidas, tantos altibajos en tu vida. Pero si te vieras
como yo te veo ahora, te darías cuenta de que esas curvaturas no son más que el
relieve de un mapa repleto de accidentes cartográficos que descartan una planicie
desértica. Tienes la magnificencia de las cordilleras. Quien no sepa verlo que
se joda. El muslo izquierdo, cerca de la rodilla, todavía te recuerda aquel día
en que ibas junto a él, en el coche, cuchillo en mano, preparando la merienda
sin parar. Todo tenía que hacerse aprovechando al máximo el espacio y el
tiempo, aunque para ello tuvieras que usar tu muslo de tabla de cortar. Fue una
punzada seca. Como un navajazo que se introdujo en la carne, que dibujó un
volcán del que comenzó a brotar la lava. Esa lacra no se ha borrado. Ni de la
piel ni de tu mente. No la sueles mirar. Te duele recordar esa época en la que
no supiste ser feliz. Pero debes dirigir tu mirada ahí. Al dolor. A la zona
oscura. Es sólo un momento. Y entonces, sólo entonces, sabrás lo que tienes que
hacer ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias.