martes, 18 de abril de 2017

LA CIUDAD Y LA MUERTE



Nadie elige venir a la ciudad sin nombre, porque nadie regresa jamás de aquí. Pero el viajero, aunque no lo elija, llega hasta este lugar, sin apenas darse cuenta. Más tarde o más temprano. Depende del camino que escoja. A pesar de las numerosas indicaciones que advierten la dirección ineludible a la ciudad innombrable, llegarás allí al final. La entrada a la ciudad es imperceptible. Solo se puede ver el cartel cuando ya has cruzado el umbral que la delimita. Ya no hay marcha atrás. Aunque quieras regresar no verás la puerta de entrada. Te encuentras frente a un laberinto sin salida. Sus calles son estrechas. Con edificios altos. Apenas entra la luz. Las fachadas están viejas, descorchadas, el tiempo se ha ido intercalando entre las capas de cemento y haciendo saltar trocitos que puedes encontrar por el suelo. No hay manzanas. Solo callejones, algunos sin salida que te obligan a ir en la única dirección posible, la que te va llevando al centro de esa jungla urbana lúgubre. Pensarás volver hacia atrás a cada paso que das, pero no es posible, una gran sombra negra se va posando sobre ti, acechándote, y no serás capaz de enfrentarte a ella. Piensas en entrar en algún bloque, pero no hay puertas. Puedes escuchar las voces de varios animales, cerca, como si estuvieran susurrando fuerte al oído, pero no los ves. Hay más gente. Pero tampoco la ves. Solo se escuchan lamentos, quejidos, implorando la salvación.
Llegados a este punto, sientes miedo. Mucho. No es una ciudad que invite a la diversión a simple vista, más bien todo lo contrario. Esto mismo es motivo suficiente para dejarse vencer por esa emoción, bloquearse, y rendirse al monstruo que parece que nos vaya a envolver en su capa negra y tragarnos como si de un aperitivo se tratara.
Pero todo es muy distinto. El que consigue vencer esa sensación de impotencia y se deja llevar por la ciudad, observará cosas muy distintas. En la ciudad sin nombre, la vida se ha quedado atrás, se vive de otra manera, se vive muerto. Cuando aceptas la nueva nacionalidad todo es distinto. Has cruzado una delgada línea invisible, que en algún momento has llamado frontera. Esta vez es más que eso, porque la frontera es la de tu cuerpo. De repente, te sientes liviano. No pesas. Entonces se presenta frente a ti una calle diferente, con tonos más claros, sin llegar al blanco, un ligero color crema, quizá un blanco sucio, que te invita a seguir por ese lugar. Descubres que no todo es oscuridad. Puedes cruzarte con un gato, un ratón, o un murciélago. Sigue sus indicaciones. Llegarás hasta el centro mismo del abismo. La plaza del pueblo. Es grande. Luminosa. Nadie esperaría encontrar algo así después del recorrido anterior. En el centro hay un pozo, grande, hondo, y oscuro. Y un cartel: “Has llegado al final del viaje, para continuar deberás bajar a las profundidades del pozo, sin pensar, sin miedo, con fe…”
Algunos se lanzan. Otros prefieren callejear por esta ciudad. Solo los valientes, logran pasar al otro lado del pozo. Algunos dicen que van a parar a universos paralelos. Otros que se reencarnan en otros cuerpos. Pero eso sería visitar otras ciudades. La ciudad y la reencarnación o la ciudad y otros universos.

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