domingo, 26 de marzo de 2017

Entre telas




Se despertó entre unas suaves y ligeras sábanas de raso, esa tela que aportaba una frescura especial en las calurosas noches de verano aquí en Casablanca. Mohcine estaba ahí tumbado junto a ella, su brazo, negro, fuerte, la rodeaba por la cintura, cayendo como un tul que sabes que está ahí, aunque no pesa nada. Se dio la vuelta para verlo. Sus gruesos labios reposaban sobre su hombro y comenzaban el ritual de vestir su cuerpo, a besos, ahora que el sol empezaba a arrojar los primeros rayos permitiéndoles vislumbrar sus siluetas desnudas bajos los frescos tejidos. Hilvanaba pensamientos que la llevaron a su llegada a este país. Había venido muchas veces con su padre, acompañándolo en esos viajes de negocios, en los que compraban grandes cantidades de telas que luego vendería en el resto del mundo. Ella se perdía entre los colores que tintaban cualquier tapiz, alfombra o chilaba, por poner algún ejemplo. Su vida era un telar de idas y venidas a esta ciudad de algodón. Así la imaginaba cuando volvía a su casa, desde París, que pese a evocarle a la muselina, por sus finos lugares, requería la moqueta para notar la calidez en que la envolvía Anfa, como le gustaba nombrar a esa ciudad mágica pintada sobre un óleo, irreal. Su madre murió cuando ella era pequeña. La recuerda pálida, embutida en paños aterciopelados que le aportaban unos grados más a su cuerpo, frío. A Mohcine lo conoció en uno de esos talleres del zoco, donde trabajaba con su familia. Jugaban mientras sus padres tomaban un té con hierbabuena. El aroma que desprendía ese líquido transparente como la gasa, dejaba entrever entre esos dos niños, ya casi unos adolescentes, una atracción que los unía como un ovillo de lana, como estaban ahora, en ese amanecer que despuntaba alejado del mundo cruel que pretendía desenmarañarlos. Se habían convertido en madeja para no dejar pasar a nadie. No los comprendían. Sus dioses eran distintos. Uno hecho de felpa, otro de lino. Cosían deseos para poder estar cerca. Pespunte a pespunte lograron quedarse tan pegados, que en uno de esos viajes, Anne no regresó a Paris. Nadie dijo que la vida en Anfa fuese como llevar una prenda de tafetán, de esas que luces con los vestidos de gala en las noches de París, o de cualquier otro lugar de telares exquisitos. Nadie dijo nunca que vivir fuera fácil. Vivir es engalanarse con palabras de amor, cubrirnos de preciosa pasamanería, bordar nuestros actos con delicadeza, pero también hay que cortar la tela, ese rollo interminable de metros no te lo puedes echar encima, hay que rajarlo, en un punto, en su medida, dejando el resto para otros menesteres. Su padre dejó de venir, se quedó en un retal de esos que pasaron a formar parte de una gran telaraña de recuerdos. Iba partiendo la pana en cada negocio que hacía, y en una de esas hazañas partió los hilos que los unían. Sintió el corte, ese desprenderse de la bobina de hilo, para pasar a formar parte de otro lugar, enhilar una aguja y tejer un nuevo hogar. Mohcine le susurró al oído las palabras que sonaban a seda afiligranada, que no se cansaba de repetirle, تي أمو, cada mañana. Esas que ni siquiera hacía falta que las dijera porque las podía leer en sus ojos, que se abrían como unos visillos que descubren la ventana. Pensó en cómo sería su vida en otro lugar, una vida con tejanos y camisetas pegadas al cuerpo, con minifaldas ciñendo las caderas, con medias semitransparentes y botas de cuero, con gorros de lana y bufandas y guantes y abrigos, que no te dejan transpirar. Entretelas, dobleces, refuerzos, rellenos. Demasiados atuendos para alguien que se ha acostumbrado a ir desnuda.

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